El coste climático de cambiar tanto de teléfono móvil
07/11/2019

Las bombillas se funden demasiado pronto, las impresoras dejan de servir su función al poco tiempo de comprarlas y nuestro smartphone de última generación deja de ser tan “smart” a los dos o tres años: ya no funciona tan rápido, se apaga de repente o no permite descargar la última actualización de algunas aplicaciones. Al final, muchas veces nos sale más caro llevar nuestro teléfono a reparar que comprar directamente uno nuevo. Por eso, ésta última suele ser la opción elegida por la mayoría de las personas.

En la denominada sociedad de consumo, este es el ciclo de vida de muchos aparatos eléctricos y electrónicos: los compramos, los usamos un par de años y los desechamos en cuanto el mercado nos ofrece mejores opciones. Algunos productos llevan fecha de caducidad desde su misma concepción en fábrica. Es lo que se conoce como obsolescencia programada, una práctica habitual que busca recortar el tiempo de uso de los productos para fomentar el consumo y que, por una cuestión ética, está prohibida en países como Francia. Sin embargo, a veces se trata de un fenómeno psicológico. Es el caso, por ejemplo, de las modas. Sale a la venta un nuevo teléfono y consideramos que el que teníamos antes se ha quedado anticuado, aunque funcione perfectamente.

¿El resultado? Buenas noticias para la industria, pero un grave problema para el planeta. Cada año se generan en el mundo millones de toneladas de residuos eléctricos y electrónicos que a menudo van a parar a países en vías de desarrollo. Según el Global E-waste Monitor, sólo España produjo en 2016 unas 930.000 toneladas de basura electrónica. El problema es que muchos de estos residuos contienen materiales altamente contaminantes y difícilmente reciclables.

Pero si la vida de los teléfonos móviles que usamos en la Unión Europea fuese tan solo un año más larga reduciríamos nuestras emisiones de CO2 tanto como si se retiraran dos millones de coches de las carreteras. Así lo ha constatado el último estudio que ha elaborado el European Environmental Bureau (EEB), una agrupación de organizaciones medioambientales de diferentes estados de la UE. Si en vez de un año la vida de estos productos electrónicos aumentase cinco años, las toneladas equivalentes de CO2 se podrían reducir en casi diez millones para 2030, asegura el informe. Todo esto tiene que ver con la inmensa cantidad de energía y recursos empleados en la fabricación y distribución de los nuevos dispositivos. Si en vez de cambiar de móvil cada dos años lo hiciésemos cada siete, muchos menos barcos cargueros se desplazarían de un puerto a otro, las fábricas reducirían las emisiones y habría menos aviones transportando mercancías.

De todos los dispositivos analizados en este informe, los teléfonos móviles son los que más impacto medioambiental producen. El ciclo completo de un smartphone produce 14 millones de toneladas de emisiones de CO2 cada año, más que todas las emitidas en Letonia en 2017. Y en Europa, donde se venden anualmente casi 211 millones de unidades, la  vida media de un móvil es de tan sólo tres años. Los ordenadores portátiles, por su parte, viven seis años, y las lavadoras y aspiradoras once y seis años, respectivamente.

Para atajar el calentamiento global, este estudio revela que un smartphone debería vivir 25 años para compensar la emisiones de efecto invernadero que ha supuesto su producción, distribución y uso. En el caso de las lavadoras, éstas deberían durar entre 25 y 40 años. Las aspiradoras, entre 18 y 48 años, y, los ordenadores portátiles, entre 20 y 44 años.

La publicación coincide con el crecimiento del movimiento Right to Repair en Europa, que pretende demostrar cómo las compañías reducen a propósito la vida de los productos para poder vender más, algo difícil de probar. Aun así, el porcentaje de consumidores que prefiere reparar antes que volver a comprar creció del 3,5% que había en 2004 al 8,3% en 2012. Su mayor victoria fue presionar a la UE para que ampliara la regulación de la vida útil de un pequeño grupo de productos como televisores, lavavajillas, lavadoras y productos de iluminación. A partir de 2021 los fabricantes deberán asegurar que sus fabricaciones son sencillas de desmontar y deberán incluir instrucciones para facilitar que el consumidor las repare por sí solo o con ayuda de un profesional.