El desperdicio que no cesa
23/03/2021

Según un informe de la ONU dado a conocer a principios de marzo, en 2019 el desperdicio de comida alcanzó las  931 millones de toneladas de alimentos a nivel mundial vendidos a hogares, minoristas, restaurantes y otros servicios alimentarios.

La cifra es descomunal, pero para captar con más intensidad su verdadera proporción basta saber que, en 2012,  unos investigadores británicos estimaron el peso de la población mundial en 287 millones de toneladas.  Más allá de los márgenes de error en este cálculo de magnitudes, el contraste entre ambas habla por sí solo. Otro contraste, que apunta el mismo informe, es que 690 millones de personas están afectadas por el hambre y 3.000 millones no pueden pagar una dieta saludable. La pandemia, sin duda, no habrá hecho más que agravar este tipo de situaciones debido a su impacto económico negativo. 

El título del informe en cuestión es Índice de desperdicio de alimentos 2021 y ha sido publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la organización asociada WRAP.  

Los millones de toneladas desperdiciadas representan el 17% de todos los alimentos disponibles. Hay que precisar que en esta recopilación  de datos se consideran también las partes no comestibles, como los huesos y cáscaras. Aún así, el hecho de que se tire casi una quinta parte de la comida sigue siendo preocupante.Podría pensarse, desde un cierto etnocentrismo crítico, que somos los países ricos los que provocamos prácticamente en exclusiva esta situación. No es así.  Nigeria es uno de los países del mundo donde más comida se tira en los hogares, con 189 kilos per cápita al año, mientras que en los Estados Unidos la cifra es de 59.  En México se desperdician 94 kilos per cápita al año, en España, 77. 

Esta realidad suscita de inmediato la preocupación humanitaria y la reflexión sobre las consecuencias sociales de estos desequilibrios. Sin embargo, esto no debe minimizar el impacto ambiental del desperdicio alimentario.  

Cambio climático 

Tirar  comida que no se consumirá supone haber malgastado la energía necesaria para para elaborar los alimentos que se producen. Por tanto, para empezar ya contamos con unas emisiones de gases que se podrían haber ahorrado. Pero hay más: las grandes cantidades de alimentos que van al vertedero acabarán emitiendo metano al pudrirse, un gas de efecto invernadero (GEI) causante del cambio climático.  World Wild Fund ha señalado que el 11% de las  emisiones de GEI se deben al desperdicio alimentario. Otras fuentes como la FAO hablan del 8%.  

Todas las administraciones a escala local, regional, nacional e incluso a nivel supracional vienen promoviendo campañas hace años para afrontar este problema y reducir el desperdicio de alimentos. Naciones Unidas instituyó en 2019 el día internacional para al conciencia sobre la pérdida de comida y el desperdicio alimentario. Lo cierto es que algo se debe estar haciendo mal ya que el problema no solo no remite o se estanca, sino que, según han advertido algunos expertos, podría ir a más en esta década. 

Si estas previsiones se cumplen podrían afectar negativamente a la consecución de dos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible: paradójicamente la consecución de un nivel de hambre cero (porque el hambre también persiste) y la garantía modalidades de consumo y producción sostenibles. 

El desperdicio alimentario es la expresión de una de las pulsiones humanas que dificultan la sostenibilidad del planeta: la idea de que más es siempre mejor.  En muchos hogares tanto la compra de comida excede la capacidad de consumo de la unidad familiar. Además, a menudo, el consumo que se realiza supera los límites de lo razonablemente saludable.  

Se podrá hablar de la confusión de las etiquetas de caducidad, de la falta de planificación, o del fondo invisible de la nevera, pero lo cierto es que estamos ante una cuestión de base psicológica y cultural más profunda. Es en este difícil terreno donde habrá que trabajar las soluciones.